Carnaval

Por Denise Tempone (desde Corrientes) – Fotos: Gustavo Pascaner

Entre canutillos, lentejuelas, plumas y cristales Swarovski, Henry Cardozo se abre paso con urgencia para ultimar detalles. Está apurado, algo agobiado, pero no pierde la motivación. Desde la pared, Susana, Moria, Carmen y Florencia lo incentivan a seguir. La foto más grande, la de Mirtha Legrand, refuerza su aliento. Su lista de logros es admirable para sus 34 años y su lejanía con el epicentro revisteril porteño, pero su trabajo es tan delicado como agotador. Como una hada madrina, él es quien baja a la realidad las imágenes que las comparsas le traen en un papel. En su pequeño taller, bien despierto, mientras la ciudad de Corrientes duerme la siesta, hace de todas esas partículas glamorosas sueltas, grandes creaciones. “Once”, dice con la sonrisa picara de quien revela un secreto. Cuesta creerlo pero es cierto, sus hallazgos del barrio porteño de Once pueden consumirse la mayor parte de los 20 mil pesos, como mínimo, que sale uno de sus trajes ($12 cuestan cada una de las plumas).

Competencia feroz. A pocas cuadras de lo de Henry, alguien se ufana de no necesitarlo, a diferencia de las otras. Lila “Muñeca” Virán hace tres meses que no cocina, no limpia, “no nada”. Hace tres meses que sólo vive para el traje que su hija Juliana usará en el carnaval. Es especial porque es el único traje enterizo de Ara Berá. No es que Juliana quiera ser distinta, explica, sino que su hija tiene una aprehensión absoluta a la vulgaridad del dos piezas. Bien vale su aclaración. Muchos podrían pensar que ella tiene coronita, después de todo, es hija de uno de los primeros miembros de esa comparsa, el ingeniero agrimensor Guillermo Benjamín Vera. Su papá, además, es amigo desde la infancia del fundador de la comparsa, el ahora médico cardiólogo Ricardo Rasmussen, quien también está presente siguiendo los detalles del caso. “Tuve que estudiar la ley de la gravedad para armar esto”, dice con una gran sonrisa Muñeca mientras muestra el espeluznante espaldar de su hija, que desmontado, con alambres y elásticos a la vista, parece más un artilugio de arte moderno que un accesorio sensual. Sentados en el living de la casa, estos tres amigos toman mate y comen chipás mirando el perchero como quien mira un fuego intenso en pleno invierno. Juliana y su traje son la perfecta excusa para recordar una vez más, cómo se conocieron y cómo su incursión ayudó a cambiar la historia de los carnavales correntinos.

Fue durante un verano a finales de los ‘50. Ricardo, que apenas entraba en la adolescencia, había ido a visitar a familiares a la ciudad brasileña de Uruguayana. Ahí, por primera vez, sintió el ritmo de un carnaval carioca y no pudo resistirse. “Esos colores, esos bailes, esa libertad. Eso era un carnaval, yo quería que el nuestro fuera algo así”, asegura hoy orgulloso. Sus amigos, entre ellos Guillermo, lo entendieron perfectamente. A decir verdad, todos estaban un poco aburridos del carnaval clásico de la provincia. No les divertía eso de limitarse a esperar el paso de las carrozas barriales para extender la mano y saludar a las reinas y princesas de turno. “Aburría”, coinciden. Aburría especialmente a las mujeres, que se llevaban la peor parte. “Nos molestaba que una vez que pasaban las carrozas, nuestros novios pudieran ir con una máscara a bailar por ahí mientras nosotras nos quedábamos en casa. Era todo muy acartonado, muy pacato”, denuncia Muñeca. Ella sentía el deseo de pertenecer a este grupo de insolentes, entre el cual estaba su futuro esposo, que querían cambiar el festejo. “No me preguntes por qué pero en cuánto vio lo que ellos hacían, yo quise ser parte de eso”, asegura con cierto misterio. Y lo que ellos hacían era, en sus palabras, “agarrar cinco tambores, comprarse sombreros de marineritos, shorcitos y tocar toda la noche en el Jockey Club o en el Teatro Vera, para unas 70 personas”. Nada más lejos del concepto de “popular”. Hacían ruido, llamaban la atención, pero no eran los únicos.

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