La memoria incompleta del cardenal

Miradas al Sur anticipa la (poca) información sobre el robo de bebés que Jorge Bergoglio dará por escrito ante la Justicia.

La audiencia oral se había montado con los jueces delante y una figura enorme de la virgen detrás, en la sede del Arzobispado porteño. Era noviembre de 2010 y hacía más de tres horas que Jorge Mario Bergoglio testificaba sobre el secuestro de dos curas jesuitas a su cargo, en mayo de 1976, que pasaron cinco meses encapuchados en la Esma. Había evadido los temas más sensibles con olvidos y explicaciones parciales, cuando una pregunta fuera del guión lo sorprendió con la guardia baja: “¿Cuándo tomó conocimiento de que había niños que estaban siendo apropiados en la dictadura?”.


–Recientemente. Hará diez años– caviló el clérigo.
–En el año ’90 y algo, sería?– repreguntó la abogada Miriam Bregman.
–Quizás en el tiempo del Juicio a las Juntas, por ahí– se corrigió Bergoglio–.
Para esa fecha, las Abuelas habían restituido más de veinte nietos. La repentización final no le bastó al mandamás de la Iglesia argentina para evitar que su respuesta lo condujera a una nueva citación judicial. La había pedido Estela de la Cuadra –replicada por las querellas y la fiscalía– en la audiencia del 2 de mayo del juicio por el Plan Sistemático.
“¿Por qué no citan a Bergoglio?”, reclamó a viva voz la tía de Ana Libertad Baratti, una niña nacida el 16 de junio de 1977 en la comisaría 5ta. de La Plata que aún permanece apropiada. Ese día, llevó una copia de la carta del 28 de octubre de 1977 en la que Bergoglio, luego de oír la denuncia de su padre, lo recomendó al obispo auxiliar de La Plata, Mario Picchi. “Él le explicará a usted de qué se trata y le agradeceré todo lo que pueda hacer”, dice la misiva, escrita de su puño y letra.
El espejo de su madre, Licha de la Cuadra –una de las fundadoras de Abuelas–, y su condición de sobreviviente en una familia asolada por la represión, foguearon a Estela de la Cuadra como una tenaz investigadora. Fue ella, con su minucioso archivo familiar, quien apuntaló la investigación de Abuelas que derivó en las 130 preguntas del pliego al que accedió Miradas al Sur:
Bergoglio no sólo deberá explicar la contradicción entre ambas versiones, sino también sus relaciones personales e institucionales con otros dignatarios católicos, jefes policiales o ex jueces de menores que siempre supieron de la apropiación de niños. Contará con la ventaja de hacerlo por escrito, porque el tribunal le concedió el privilegio medieval que sus pares de la causa Esma le habían negado. Miradas al Sur revela hoy nuevos indicios que llevan a pensar que son voluntarias, no ineludibles, las brumas que desmemorian al cardenal.

Ningún Picchi. En octubre de 1977, Roberto Luis de la Cuadra, padre de Estela, repitió ante Mario Picchi exactamente lo mismo que días atrás le había contado a Bergoglio en el Colegio Máximo de San Miguel, y que unos meses antes sus dos hijos exiliados habían denunciado en Roma ante el general de los jesuitas, Pedro Arrupe: que sus hijos Roberto José y Elena habían sido chupados, también su yerno Héctor Baratti, y que la hija de ambos –de cuyo nacimiento en cautiverio sabía por llamados anónimos y visitas furtivas de liberados– había sido robada.
Picchi le aseguró sin solemnidades que vería al subjefe de policía, Reynaldo Tabernero. A los pocos días, lo recibió nuevamente.
“La chica tuvo una nena pero fue dada a un matrimonio que no puede tener hijos”, fue la respuesta del segundo de Ramón Camps, entonces jefe de la Bonaerense. Picchi le transmitió el mensaje a De la Cuadra. Tabernero también le había dicho que la situación de Elena y Héctor era “irreversible”.
Menos sutil fue el capellán Christian Von Wernich cuando, estando secuestrado, Baratti le preguntó de qué acusaban a su hija:
–Los hijos pagan por la culpa de los padres.
Picchi, muerto en 1997, solía recibir cordialmente a los familiares de los desaparecidos, pero al mismo tiempo era el hombre de confianza de monseñor Antonio Plaza, que se jactaba de su amistad con Camps y de quien se denunció que recorría los centros clandestinos.
Bergoglio encomendó la gestión por la familia De la Cuadra a un cura que tenía llegada a los altos mandos de la policía provincial y ni siquiera era jesuita, sino salesiano. “¿Por qué?”, se preguntan ahora las Abuelas. “¿No se interesó luego por su gestión?”
En la última cita, con tono campechano, Picchi le vaticinó a De la Cuadra: “Espere hasta diciembre que asume Rospide, que fue alumno mío en el colegio salesiano. Un favor no me va a negar”.
El coronel Enrique Rospide era asesor de Camps y provenía de la Superintendencia de Seguridad Federal, donde en 1972 había enlazado con la Bonaerense para organizar la represión sobre el PRT-ERP. Cumplió un rol vital en el espionaje y la persecución de las Abuelas: “Centralizaba la información de la provincia y formó parte de una estructura jerarquizada que accedió a información secreta y confidencial”, se lee en el informe al que accedió este diario, elaborado en base a archivos de la Dirección de Inteligencia de la Policía que la Comisión Provincial por la Memoria presentó en el juicio.
El documento agrega: “En el ‘circuito Camps’, la policía jugó un papel fundamental en la detención y desaparición de muchos niños y mujeres embarazadas”. Muchos de los memorandos internos sobre chicos apropiados, organismos de DD.HH., Madres y Abuelas, destinados a jefaturas y al Estado Mayor de la policía, se acompañaban con copia personal a Rospide.
Pero, contra su pálpito, el ex alumno de Picchi le negó “el favor”: eran hechos consumados, le dijo, como había advertido Tabernero. En la presentación judicial, las Abuelas se preguntan: ¿Conocía el cardenal a Rospide? ¿Y su relación con Picchi?

Una amistad especial. El 24 de marzo de 1976, la jueza de menores porteña Alicia Beatriz Oliveira fue despedida por un decreto castrense. No era funcional a las intenciones de los militares: el año anterior, estando en funciones, había entregado a Joaquín y Carolina Llorens a su abuela, abandonados en una comisaría luego de que el Ejército se llevara a sus padres. Con el regreso de la democracia, Oliveira fue una de las fundadoras del Cels, luego defensora del Pueblo de la Ciudad de Buenos Aires y también funcionaria de la cancillería durante la gestión de Néstor Kirchner.
El 14 de junio de 2000, Oliveira fue citada a declarar en la causa de robo de bebés. “A partir del 24 de marzo de 1976 comenzaron a aparecer un numero llamativamente mayor de niños ‘abandonados’ en la vía pública, y en los que en forma inmediata aparecía algún aspirante a guardador, a quien le era entregado el menor”, dijo. Caracterizó a cada juez, y aconsejó buscar en las guardas otorgadas en los tribunales porteños y provinciales porque tenía “serias sospechas” de que muchos eran hijos de desaparecidos.
En 2005, cuando estaba en juego la sucesión papal, una investigación del periodista Horacio Verbitsky comprometió a Bergoglio con una presunta complicidad en el secuestro de los jesuitas, y empañó su candidatura a la Santa Sede. Aquello, y su citación al juicio, impulsaron al purpurado a encargar su biografía, que hicieron Francesca Ambroguetti y Sergio Rubin, editor del suplemento Valores Religiosos de Clarín.
En ese libro, para avalar la supuesta preocupación del provincial de los jesuitas por la represión ilegal, se describe la íntima amistad que unía a Oliveira y Bergoglio desde 1974 o 1975. Oliveira cuenta que en sus asiduas conversaciones “comenzamos a entender tempranamente cómo eran los militares de aquella época”, y que compartió varios almuerzos de domingos “para despedir a gente que el padre Jorge sacaba del país”.
Una de las preguntas del escrito, mete el dedo en esa llaga: ¿Nunca conversaron sobre los niños apropiados, un tema que la ex jueza conocía en profundidad y, según se desprende de su declaración, la desvelaba? A cuatro años de su condena perpetua, Von Wernich no ha sido excomulgado por Bergoglio ni demandado por el destino de Ana Libertad.
En el escrito, las Abuelas piden la apertura inmediata de los archivos del Episcopado, que el arzobispo dijo poner a disposición en la causa Esma pero nunca cedió. Indagan, además, sobre algo que se cae de maduro: cómo no supo de aquellas “locas” que peregrinaban en plena dictadura por cada templo o parroquia, pidiendo por sus muertos y sus vivos, forzando solicitadas en La Nación, Clarín o La Prensa.
Un párroco de Merlo dio su parecer a este cronista: “Es imposible que no supiera. Los jesuitas, para que te des una idea, eran como el servicio de inteligencia de la Iglesia”.

fuente : miradas al sur