Millonario con justicia

Aunque la complejidad sea alta, lo difícil es otra cosa: todo se define en un segundo. El roce con la pelada, el arte de un goleador que había fallado durante largos tramos del partido y la ovación. Ahí está, juegue como se juegue, David Trezeguet se carga todas las fotos y las explicaciones de cómo River le ganó a Boca.


Fue el partido más atractivo del Superclásico. No es poca cosa. Y quizás la manera más
sencilla de explicarlo sea el gol tempranero de Boca, que le hirvió los dientes a los dos equipos. A los de azul y oro porque lo mordió al rival, lo dejó sangrando y aprovechó para lastimar en ese derrame. A los de la banda roja porque la desesperación lo hizo ir para adelante a buscarlo. Sucio y desprolijo, los noventa minutos tuvieron un alma mucho más que vibrante.
Los goles le dieron un envión al partido. Cada vez que la pelota besó la red, se vio lo mejor de cada uno. También lo peor del rival. Es que cuando apareció el tanto de Walter Erviti, a River se le lastimó su espacio más sufrido: el del líbero, el de tener un puesto que no es nada sencillo de poder acostumbrar, el que ocupó Leandro González Pírez, un joven con poco oficio en ese lugar de la cancha. Juan Manuel Martínez se llevó la pelota, buscó la diagonal en Silva –allí es donde González Pírez falla– y el tiro fallido del punta, con pase fortuito, facilitó todo.
Del otro lado, River encontró su mejor espacio a la espalda de Clemente Rodríguez. Ahí es donde se fue sintiendo más cómodo y, con la pelota en el piso, lo fue dañando a Boca. Aunque no fue esperado, se desprendió Carlos Sánchez, uno de los mejores de la noche, dio un pase de lujo, Pablo Ledesma no logró cerrar bien, la atrapó Rojas y tiró el pase hacia adentro, para que Rodrigo Mora liquidara. Desde allí, River empezó a apretar fuertemente.
Aprovechó su costado derecho. Supo que Erviti iba a ir muy bien para adelante, pero tenía conflictos para retroceder. Dejaba espacios que le servían a Sánchez y que después terminó tapando Pol Fernández. River empezó a dañar y tuvo una de sus chances más importantes: la de Trezeguet, que pateó por encima del travesaño.
Quizás, el partido hubiese sido distinto si Erviti hubiera metido ese gol que erró sobre el final del primer tiempo, cuando quedó mano a mano con Marcelo Barovero, cuando pateó sin convicción y cuando la pelota fue a parar tibiamente a las palmas del arquero. Pero no entró y desde ahí el destinto abrió las puertas.
Desde las intenciones, este partido no fue diferente a los otros. River siempre apostó a la pelota al piso, al juego asociado, al proceso horizontal de la redonda y a la tenencia del enganche. Fútbol y más fútbol, si se puede. Boca intentó otra cosa: el ataque en velocidad, sin posesión, sin tener paciencia y salteando a Leandro Paredes, ese enganche al que su equipo le falta el respeto dentro de la cancha. La obsesión era generar una situación de gol como fuera: tirársela a Martínez o a Silva para que se dé. En eso, terminó fallando. Trabajando el partido, los de la banda roja se lo fueron deglutiendo poco a poco.
El resto se lo explica desde la magia: qué importa si Trezeguet cabeceó bien o mal. Lo determinante es que juega de nueve, que su arte está en hacer goles,  que la metió dentro de la red y eso es todo felicidad.

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