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Teletrabajo y el derecho a la silla ergonómica. Fuente: IProfesionales

No importan los contundentes números adversos ni la constante pérdida de posición relativa frente al resto. En nuestro inconsciente colectivo sigue arraigada la idea de grandeza de este país.

SINDICAL//NACIONALES//                            Fuente: IProfesional                                          Tres Lineas

Por Alejandro Bongiovanni

Somos Argentina, “un país llamado a ser líder y competir con Norteamérica”, decía una enciclopedia a principio del siglo pasado. “Estamos condenados al éxito”, decía Duhalde en medio de una de las 15 recesiones que tuvimos en los últimos 45 años. Pero ni el ver cómo engorda la tormenta de una nueva crisis, ni el padecer una de las inflaciones más altas y recurrentes del mundo, ni siquiera el nivel de vida envidiable que empiezan a gozar vecinos que ayer mirábamos con injusto desdén, nos hace cejar en nuestra falsa autopercepción de país grande.

Es cierto que la Argentina de la Generación del 80, en materia económica, comercial, de infraestructura, fue un período excepcional, como lo fue fue la primera etapa del menemismo. Pero lo fueron en la doble acepción de la palabra excepcional: se trató de lapsos extraordinarios y también de excepciones a la regla. En nuestra historia son abrumadoramente mayoritarias las décadas de cerrazón comercial, inflación, desempleo y empobrecimiento general. Nuestro derrotero ha sido más de ir para atrás que de avanzar.

Pero acaso la vergüenza de haber sido y el dolor de ya no ser nos compele a seguir manteniendo una postura de grandeza. Como Gloria Swanson en Sunset Boulevard, hablamos decadentemente de cosas que ya no tenemos como si estuvieran ahí.

Esto es particularmente llamativo en lo que respecta a las políticas públicas. De algún modo, gran parte de nuestros legisladores siguen suponiendo que Argentina puede darse el lujo de implementar políticas o crear derechos (no son realmente derechos, pero dejemos eso para otra ocasión) que repliquen al mundo desarrollado.

En este sentido, ha logrado media sanción en Diputados una normativa consensuada por oficialismo y oposición para regular el teletrabajo. Aparentemente, el Senado la aprobaría sin demasiada dilación.

Por supuesto, como casi toda la legislación laboral, esta norma está basada en que el empleador es un explotador, salvo prueba en contrario. En un sistema laboral de extrema rigidez como el nuestro, esta ley carga de más obligaciones a un sector privado que va menguando año tras año.

¿A quién apuntan las cláusulas de la norma? Reversibilidad unilateral a cargo del trabajador, que las personas que tienen que cuidar chicos o ancianos prácticamente puedan decidir su horario laboral, pago de todo tipo de ítems (incluso se planteó que el empleador debía pagar parte del alquiler)… Las empresas grandes o multinacionales ya venían trabajando con sistema de teletrabajo sin problemas ni necesidad de que el Estado intervenga, adaptándose según las necesidades de su rubro y de sus empleados.

Siendo ese el caso, ¿realmente se pretende que las pymes ahogadas de impuestos, impedidas de eliminar costo variable por la doble indemnización y sufrientes de una crisis sin parangón en la historia se ocupen de chequear si los empleados tienen o no una silla ergonómica o si la distancia del mouse es la adecuada para no estresar el túnel carpiano?

¿En qué país viven nuestros legisladores? Evidentemente no en donde la actividad cayó 26,4%. No en donde mueren empresas y comercios como moscas. No en donde una inflación de tres dígitos (si no algo peor) es una realidad cada vez más palpable. ¿Sillas ergonómicas? ¿De verdad?

Es sabido que el absurdo “detrás de cada necesidad emerge un derecho” influyó mucho en la cabeza de varias generaciones. Así es que producimos irrefrenablemente derechos incumplibles. Letra muerta. Tinta en el Boletín Oficial.

¿Para qué? Para beneplácito de los sindicatos, que hacen su garrote más grande cuanto más “en falta” respecto de la norma esté el empresariado. Para provecho de legisladores, que logran la satisfacción de lograr una “reivindicación” al aumentar el costo de un sector privado que deberían conocer antes de pretender reformar. Para solaz de abogados y funcionarios judiciales que viven del jugoso negocio de la industria del juicio (de 2003 a 2017 la cantidad de juicios laborales se multiplicó por 42) que no es más que otro mecanismo de distribución de ingreso, ya que no importa la justicia del caso sino la capacidad de pago del denunciado.

Por lo pronto, el Departamento de Trabajo de EEUU comunicó que los trabajos no agrícolas aumentaron en 4,8 millones de empleos en junio, la cifra máxima desde que el gobierno comenzó a llevar registros en 1939. El mercado laboral norteamericano es flexible. Es fácil despedir y, consecuentemente, fácil contratar.

Es un sistema mucho más justo y eficiente, donde conseguir un empleo no es una odisea imposible. Acá se levantan barreras para los que ya están adentro del sistema laboral impidiendo competir a los que están afuera. La informalidad creciente es consecuencia de lo rígido y ridículamente costoso de nuestro sistema. Como me dijo alguna vez un empresario: “En Argentina uno no contrata un trabajador, sino que lo adopta”.

Así las cosas, la rapiña por una torta cada vez más chica es nuestra normalidad. Los pseudoderechos que emanan del Congreso no hacen más que alejarnos de ese espejo aspiracional que es el mundo desarrollado. Como enseñaba el Nobel de Economía, Milton Friedman: “Copien lo que los países ricos hicieron para hacerse ricos, no copien lo que hacen ahora que ya son ricos”.

El autor es abogado, magíster en Derecho y Economía y director de Fundación Libertad.

 

 

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